Tuve la suerte de visitar una mezquita en Teherán acompañado de un anfitrión iraní.
De hecho, él quiso que yo me integrara como uno más en el rezo. Ese día nevaba, él me pidió que lo imitase, así que me quité los zapatos y los calcetines en el patio ¡a cielo descubierto! Me limpié los pies con agua helada de la fuente. Y las manos. Y la cara. Hice lo que hizo él.
—Nosotros seguimos el rito chiíta, por lo que no apoyamos la cabeza en la alfombra.
Me entregó una especie de pastilla de jabón, de madera, que colocaban en el suelo, de forma que al inclinarse hacia delante ese artilugio impidiese que la frente tocase con la moqueta.
—La alfombra es sagrada.
Una vez dentro, me coloqué a su lado, entre tantos otros, y los observé rezar. Fueron minutos mágicos.
Yo, agnóstico convencido, cerré los ojos y vi las lágrimas de mi madre viendo pasar la Macarena, sentí el olor a incienso de la iglesia católica, los fieles santiguándose, los cantos del cura.
El poder de lo inmaterial.
Estaba a miles de kilómetros de mi ciudad, arrodillado en una mezquita y me sentía en plena armonía con la indescifrable creencia del ser humano en alguien que cuida de nosotros.
...
(Pintura de Morteza Katouzian)
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