No se puede visitar Tokio sin pasear por Asakusa.
La capital japonesa es una megalópolis hecha a trozos, tan inmensa que se pierde en el horizonte cuando subes a un rascacielos para observarla. Una ciudad que apenas guarda restos de lo que fue hace siglos por culpa de la Segunda Guerra Mundial y cuyo principal atractivo es precisamente su modernidad, las pintas de la gente por la calle, los edificios de formas imposibles, sus escaparates, los mercadillos, las callejuelas donde, de golpe, te encuentras con un restaurante diminuto donde sabes que te van a dar de comer bien.
Para los guiris siempre está Asakusa. Un templo budista rojo que conforma una pequeña ciudad dentro de la ciudad.
Si siete veces he ido a Tokio, siete veces he visitado Asakusa. Haces fotos de ensueño en su jardín, con su pequeño riachuelo, los puentes, las geishas que lo pasean. Una estampa del país que esperas encontrar.
La penúltima vez que estuve en Japón casi se me escapa, así que convencí a Pablo, mi compañero de viaje, para ir a cenar por la zona, con la idea de darnos una vuelta por sus calles antes de que cayese la noche.
Con el templo ya casi vacío, un matrimonio japonés de ancianos se acercó a mí. El señor me hizo gestos, cámara en mano, de que querían alguien que les retratara. Les hice una reverencia y les pedí la cámara.
—No —me dijo, por medio de signos—. Y se la dio a mi amigo Pablo.
A mí me pidieron que me colocara en medio de los dos para aparecer en la foto. El matrimonio, yo en medio y el templo detrás.
Yo me quedé de piedra, entre halagado y avergonzado, pero me coloqué entre ellos. Tuve la suerte de que la mujer hablaba algo de inglés, así que, tras posar varias veces con mi mejor sonrisa, les pregunté por el sentido de la foto.
—Es que usted tiene una nariz muy grande.
...
(Pintura de Shimura Tatsumi)
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