Nos han educado para que la felicidad ajena dé coraje.
Para buscar el defecto en la sonrisa, el mollete en los abdominales, la incoherencia en el discurso del otro.
Hemos crecido en la crítica ridiculizadora hacia el que se siente cómodo en su piel, porque esa persona seguro que tiene una vida gris detrás de su gesto amable. O no está bien de la cabeza. O sólo muestra lo estupendo que todo le va con la idea de restregarnos lo mediocres que somos.
La sociedad nos ha inoculado el virus de la incredulidad hacia el que triunfa. Somos especialistas en compadecer a aquél a quien le va mal, en eso somos expertos, pero no sabemos digerir a quien la vida le sonríe.
Estamos capados para disfrutar de las carcajadas del otro, con lo frustrante que es no saber contagiarse de ellas. Aunque su risa no tenga nada que ver con nosotros. ¡Qué hay más bonito que ver a un ser humano riéndose! No se me ocurre nada...
Debemos exigirnos escapar de esa venenosa espiral que consiste en recelar del merecido disfrute de quien vive a pleno pulmón. Más que nada porque en nosotros está el abrir los nuestros, a lo grande, para respirar las victorias propias de cada día. Que las tenemos. Todos.
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(Pintura de Malcolm T. Liepke)
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