
Lo prometido es deuda.
Aquí tienes los primeros capítulos de la novela
HABÍAMOS QUEDADO EL VIERNES

Pese a lo mucho que esperé a que alguna vez llamase a mi puerta, el día en el que Tota lo hizo yo no era sino el hombre apagado que nunca habría querido que viese.
—¿Y esa cara? —lanzó.
Más nerviosa que yo, solo ella sabía desde cuándo tenía prevista esa aparición, de sopetón, en mi vida.
Fue un instante infinito el que transcurrió desde que sentí su exclusivo Hermès, que me sacudía para llevarme a tiempos malditos, de tan divertidos, hasta que nos dimos un abrazo, generoso. Su pecho de menos, inesperado, me provocó una llamarada de culpabilidad que subió desde las tripas hasta agarrarme el cuello.
—¿Cómo está mi niño? —se le torció la voz.
—Tu niño está temblando, Tota. —No podía decir otra cosa—. Entra, por favor.
Me preguntó si me rompía algún plan, le hice saber que no con un gesto demasiado brusco.
—Todos mis planes para esta tarde eran hacerme una tortilla de patatas con mucha cebolla —le sonreí—. En ese nivel estamos.
—¿Tienes huevos para dos?
Soltamos una carcajada curativa, en la que aprovechamos para mirarnos, por primera vez, a los ojos.
—Tengo huevos para un regimiento.
—¡¡¡Hala!!! No te me vengas arriba.
*
—No puedes dejar que te traten así, Fer. —Él asentía, descontrolado—. Si no le echas huevos, te van a comer con patatas.
Carlota le propuso ir a hablar con su madre; Fernando se negó, con el corazón aún compungido. No quiso detallarle la escena, ni los gritos de maricón que resonaban en su cabeza.
—Mi madre ya les ha echado la bronca.
—Prefiero ser hija única que tener los hermanos que te han tocado a ti.
Ella era burra en sus comentarios, tanto como sensible a la impotencia de su niño, apenas tres años más pequeño que Carlota, cada vez más metido hacia dentro para escapar del mundo hostil que ella adivinaba desde su castillo.
—Yo a mi padre le planto cara —le confesaba a Fernando, para animarlo—. Y me dice barbaridades peores que las que te dicen a ti.
—¿Qué te dice? —preguntaba él, curioso.
—Que me va a educar a tortas para no convertirme en otra inservible.
El niño le preguntaba con la mirada.
—Inservible como mi madre.
•
Di pasos a un lado y a otro por no saber por dónde empezar. Ella, descarada como entonces, me manoseó la cabeza.
—Menuda pelambrera mantienes, chaval. ¿Por qué no te tiñes? —Seguía siendo igual de intrusiva—. Perderías diez años.
—Por pereza —confesé, sin querer explicarle que dejé de hacerlo el día en el que murió Noé; así sé, viendo cada fotografía, dónde está la frontera entre el antes y el después—. ¿Te enseño el piso? —No sabía qué proponerle, torpes los dos, uno frente a otro.
—Vale.
Se me venían a la cabeza mil preguntas, entre otras, el saber cómo había dado conmigo, ya que nunca llegó a visitar mi casa.
Abrí las persianas del salón, en la hora más bonita del atardecer, cuando la luz anaranjada se focalizaba en las fotos de una época en la que Tota era parte de mí. Ella reconoció al instante las historias tras esas imágenes lejanas.
—¿Tu madre vive? —preguntó, con el marco de su retrato, de nuestros veranos en Cazalla, en sus manos.
—En una residencia. —La miré a los ojos, por investigar cuánto sabía de esa respuesta—. Tiene la cabeza ida.
—Lo siento mucho, Fernando.
—¿Fernando? —Quise quitar hierro al asunto.
—¡Fer! —sonrió, con sus hoyuelos de entonces—. Lo siento mucho, Fer.
—Ella es feliz, Tota. No es consciente de su enfermedad. Cada vez que vamos nos tiene la comida preparada, una maleta con ropa que nos ha comprado y nos hace llevarnos todos los libros que almacena en su pequeño apartamento para que estudiemos. —Tota dejó las fotos de lado, resultaba excesivo preguntar por cada uno de los fantasmas que aparecían allí—. Cada vez que salimos del geriátrico, dejamos todas las cosas en la recepción, para que vuelvan a colocarlas en su cuarto.
—Mi madre murió.
—Lo sé.
Se hizo un silencio de un cierto reproche.
—¿Por quién lo supiste?
—Por Adela.
—¡Ah! —Tota puso cara de sorpresa—. No te vi en el tanatorio.
—No fui.
—Tampoco vi a Adela.
—No fue.
No me apetecía dar explicaciones, intuía que a ella tampoco recibirlas.
—Deja de mirarme el brazo —protestó, con media sonrisa y un guiño.
—¿Nunca te lo llegaste a operar?
—No.
•
—¿Te has fijado que Tota tiene un brazo más corto que otro? —preguntó a su madre, cuando vino a traerle la merienda, una de las eternas tardes veraniegas en el campo.
—Está en época de crecer, hijo —le explicó, seca como era, sin alterarse—. Cuando sea mayor, ya tendrá los dos iguales.
Eso le tranquilizó el tiempo suficiente para no tener que preguntarle a Carlota. Tal vez siempre se había dado cuenta, pero conforme iban haciéndose mayores, de verano en verano, más evidente era esa asimetría en la niña que más ejercía influencia sobre él. Algo mayor que Fernando, Carlota utilizó su liderazgo en la pandilla de los grandes para incluirlo a él, un electrón libre que no tenía amigos de su edad.
Todos sus hermanos estaban situados, pero él, más retraído, acababa la mayoría de las veces entre las sillas de las reuniones de los padres, con un tebeo entre las manos.
A pesar del calor sofocante de muchas tardes junto a la estación de tren, con los dedos arrugados de no salir del río, las noches en el pueblo se volvían frescas y era habitual encender una hoguera donde calentarse, mientras descubrían los primeros besos con la risa floja de los momentos prohibidos.
Hacía fresco la noche en la que su mirada lo delató. Carlota, tumbada, apoyaba los codos sobre la tierra y el fuego se reflejaba en sus ojos, que descubrieron los suyos.
—Sí, mi brazo derecho es más chico —le explicó.
—¿Por qué?
—Hay gente que nace así. —A Fernando le sonó a una justificación paternal, integrada por ella para no sufrir—. Como hay gente que nace pelirroja.
No terminó de convencerle la explicación.
—Mi madre me dice que cuando seas mayor ya te habrán crecido los dos brazos —se delató.
Hubo mucha emoción tras esa frase. La hoguera desnudaba sus gestos.
—Yo me operaré cuando tenga dinero —afirmó, con cierto punto de arrogancia infantil, cuando recuperó la calma—. Me cortan el hueso, me ponen unos hierros que se desplazan y cada año los van separando un poco.
—¿Duele mucho?
—Me da igual lo que duela. Lo haré.
•
—Ya ves. —Se levantó la manga de la blusa—, nunca me operé. Si te das cuenta, lo que tengo más corto es del codo para arriba, que es más fácil de disimular utilizando mangas asimétricas. Juego mucho con mis antebrazos, que los tengo bien largos —era cierto—, para despistar. La clave es no quedarme nunca quieta, de pie, con los brazos estirados.
—Qué larga eres. —Me tenía embobado. Hice por mirarme la ropa que llevaba. Haber llegado poco antes de la calle había facilitado que no me pillara en pijama—. Me has cogido en casa de milagro, acabo de llegar.
—Lo sé. Estaba esperándote en el café de la esquina.
La conversación desembocaba en situaciones muy lejanas, en las que reconocía a la jovencilla que me sabía llevar por donde ella quería; así que decidí no preguntar cómo llegó a encontrar mi dirección.
—Aquí tengo mi taller. —Empujé la puerta para mostrarle mi habitación preferida.
Tota abrió los ojos como un búho nocturno. Yo sabía que la iba a sorprender. Tenía la suerte, además, de haber estado trabajando toda la mañana en el aparador de nogal recuperado de la casa Fabiola, así que olía fuerte al aceite de coco y zumo de limón con los que había terminado de limpiarlo, olores que se mezclaban con los barnices de los últimos marcos colocados a secar.
—¿Restauras? —me preguntó, sin evitar mostrarse sorprendida.
—Sí. He pasado cinco años en la escuela de la calle Montserrat. —Me sentía como un niño pequeño orgulloso de entregar buenas notas a sus padres—. Es mucho más fácil peritar cuando te han salido callos lijando muebles.
Descolocada, recorrió la estancia a ritmo lento, para detenerse en cada angelote, candelabro, joyero o bodegón de los muchos que tenía repartidos, ordenados con rigor, por ese taller que fabricó Noé a la medida de mis sueños.
•
—Cuando terminemos, hay que informatizarlo —Noé se llevó la mesa de dibujo al salón el tiempo que duró el proyecto—. Que puedas distinguir del tirón si se trata de un préstamo o es en propiedad, el estado del trabajo, el dinero que has invertido…
Sabedor de la pasión de Noé por la decoración, Fernando le había pedido una mano para que acondicionara las habitaciones de su madre, antes incluso de ingresarla en la residencia. Montar allí un taller de restauración era la jugada perfecta para borrar los recuerdos maternales, teñidos del dolor de la enfermedad, y cumplir con su ilusión de traerse a casa el material de los dos trasteros que tenía en la casa de Cazalla. Que su oficio de perito de antigüedades le daba para vivir bien era algo que le tranquilizaba, tener el diploma de restaurador le daba un plus de cara a sus principales clientes, que no dudaban en dejar en sus manos colecciones completas para aumentar el valor de la mercancía. A fin de cuentas, pensaba Fernando, el ochenta por ciento de quienes lo contrataban no veían en sus casas a un niño Jesús de la escuela de Pedro Roldán, sino cincuenta mil euros que podrían convertirse en sesenta tras pasar por el taller.
Lo que más satisfacción le trajo ese atelier, sin embargo, vino con el tiempo. Más por su trayectoria como marchante que por la recién adquirida de reparador de antigüedades, comenzó a organizar tertulias técnicas en casa que terminaron por hacerse imprescindibles. La voz se corrió por los círculos de los brocantes de toda Europa, de modo que era raro el jueves en el que no acudiese a casa alguno de los principales coleccionistas del continente.
Lo que él gastaba en Dom Perignon salía a cuenta, porque no había semana en la que no cerrase un negocio o recibiera una reliquia con siglos de antigüedad.
•
—Imagino que has dado conmigo por la actividad de mi taller —le pregunté.
Ella, con una urna art-déco en las manos, negó con la cabeza.
—¿Dejaste tus talleres de Bellas Artes? —insistí, ante su silencio.
—Estoy metida en un buen lío, Fernando.
Dejó la cerámica en su cubículo y me miró, buscando una salida. Era, al parecer, el momento de confesar. Le señalé con mi mirada el ventanal, a cuyos pies quedaban los únicos vestigios del vestidor de mi madre, dos canapés alfonsinos heredados de la bisabuela.
Los visillos dejaban entrar una luz tenue, aún rojiza, que me permitió por fin ver el surco de los años en las líneas de su cara, redondeada con el paso del tiempo. Apenas maquillada, distinguí la marca de un piercing ya lejano en su nariz, de una juventud que imaginé soberbia, siendo Tota como era. Me atacó una profunda pena, que duró lo que un parpadeo, por no haber visto ese anillo en su nariz.
—Estoy aquí, más arriba. —Miré a sus ojos—. Ahora sí —se rio—. Ya ves, ese agujerito nunca se cierra, para chivarse de que un día fui una hippy.
—Una hippy con dinero.
—¿Conoces a alguna que no lo tenga?
Negué con la cabeza y esperé a escuchar lo que me quisiera contar. Nada me iba a asustar.
—Tengo mis cosas en una consigna por la calle Arfe.
—¿Qué cosas?
—Mi vida… en dos maletas.
Entonces, me contó lo mucho que se había equivocado en los últimos tiempos.
—Sí, he seguido con las antigüedades. Por lo que puedo ver, no sabríamos dedicarnos a otra cosa —esbozó una sonrisa, que correspondí—. Yo he sido más cabra loca que tú. Ni tengo una cucada de taller como este que tú tienes, ni he sabido mantener la fidelidad de una cartera grande de clientes. Me era más fácil quedarme con uno gordo, que andar todo el día de arriba abajo…
—En Madrid…
—Sí, en Madrid. —Paró el relato—. ¿Cómo sabes que Madrid? —Subí los hombros por no querer nombrarle a Gabriel—. Es lo más lógico, ¿verdad? Allí se mueve todo. ¡En la capital!
—¿Cuál es el lío del que me hablas? —Le costaba trabajo concretar, como entonces.
—Digamos que mi jefe-amante me ha pillado falseando alguna que otra cosa.
—No sé qué se podría falsear para ganar cuatro euros…
Sin dejarme terminar la frase, Tota se levantó, hasta acercarse a uno de mis angelotes rescatados de un convento de Carmona. Lo observó con mimo.
—¿Obra del taller de La Roldana? —Asentí—. Alumno mediocre. Mira los dedos, la cara sin expresión, el colorido de las telas, que no tienen volumen ninguno. Sí, el pelo sí está bien trabajado. Pues bien. ¿Conoces la obra de Morelli? Un italiano que trabajó en Madrid en el siglo XVII, cotizadísimo estos días. ¿Te doy argumentos para decirte que es de Morelli?
—No podemos entrar en ese juego, Tota. ¡Somos nosotros los expertos! La credibilidad es la base de nuestro oficio. ¿Qué vas a sacar? ¿Diez mil euros por venderlo como un Morelli?
—No, no… Está más trabajado. Voy dando cambiazos. No pido dinero. Eso da más confianza. Sin prisa ninguna. Digo que estoy hasta el coño de niños jesuses y angelitos, haciéndolos pasar por obras maestras, y los intercambio por bargueños, cotizadísimos, de los cuales alguno que otro se lo dejo a Ignacio y el resto me los quedo yo.
—¿Ignacio?
—Mi exjefe, examante. El energúmeno que me busca hasta por las alcantarillas de Madrid para reventarme la cabeza por haberle desvalijado una de las mejores colecciones de Europa sin darse apenas cuenta.
—No entiendo, Tota. Él sale ganando, a fin de cuentas, con tus cambiazos…
Ella bajó la cabeza, cohibida por no saber explicarse.
—Todo lo que tenía de verdadero valor Ignacio ya está en mi cuenta corriente. Los cambiazos van en los dos sentidos y la que sale ganando siempre soy yo.
Yo no supe reaccionar, invadido por una enorme decepción con el mundo.
—Sí, pasé de marchante a estafadora.
Una profunda tristeza nos embargó a los dos.
—¿Quieres que me vaya? —me preguntó, tras acuclillarse y ponerse a mi altura.
—Fuiste tú quien me marcó siempre el camino, Tota…
—Lo siento.
•
Tras un invierno confuso por la muerte del padre de Fernando, los amigos volvieron a verse en uno de sus últimos veranos juntos en Cazalla.
En los últimos diez años se había producido todo un reciclaje de amistades, al querer la mayoría de los chavales, conforme crecían, pasar más tiempo en la playa que en un espacio tan reducido de alternativas como era el campo.
Fernando entraba en pánico cada vez que Marcos, el mayor de sus hermanos, proponía alquilar una casa en Punta Umbría.
En cuanto a la familia de Carlota, no había riesgos. Siendo hija única, acostumbrada a viajar por medio mundo desde pequeña con sus padres, era ella quien presionaba para pasar los veranos en villa Rosemor, apenas a cincuenta metros del inmenso chalé que heredase Dolores, la madre de Fernando.
—A mí no me van a meter presión por las notas de Selectividad —confesaba Carlota a su amigo—. Ya saben que voy a hacer Historia del Arte, sí o sí, para quedarme con la cartera de clientes de mi madrina.
—¿Tu madrina lo sabe? —preguntaba, curioso, Fernando, confuso por tener tan lejano su futuro universitario.
—Es ella la que me lo ha propuesto y a mí me encanta. De hecho, tenemos organizados cuatro viajes este invierno para visitar el Norte de Italia. Quiere que, cuando empiece la carrera, me sepa de memoria todos los tesoros de Siena y Florencia.
Fernando, despistado desde que la familia se recompusiera tras la muerte del padre, no veía clara ninguna opción que no pasara por alargar al máximo su vida de estudiante y, así, no tener que decidir. Le daba pánico afrontar ese futuro que se antojaba enorme como una roca que girase hacia él para aplastarlo. Ansiaba el verano, sin haberlo meditado, como espacio temporal en el que se sentía seguro al calor de una Carlota que ejercía sobre él un influjo maternal.
—Si yo estudio Historia del Arte, ¿me contratarías?
Ella siempre le decía que sí, porque sabía que su amigo no asimilaría otra respuesta.
•
No sabía apreciar, en ese instante, con Tota agachada frente a mí, cómo de grave era su situación y, aun así, ya vislumbraba varias soluciones inmediatas.
—¿Dónde duermes esta noche?
Ella no respondió. Un nudo en la garganta me impedía cuestionarle acerca de la muerte de su madre, de su apartamento en Nervión, de sus amigos de entonces. Temía preguntarle, porque temía las respuestas.
—Tengo una habitación de invitados impecable para ti.
Tota me dio un beso en la frente y se levantó. Componía, seguro, argumentos en su cabeza para entender una escena inimaginable para los dos, autodescartados tiempo atrás para ser nadie para el otro.
—Estoy seca, ¿tienes algo fuerte para asimilar todo esto?
—¿Sigues siendo Sue Ellen?
—Sue Ellen es abstemia a mi lado, Fernando.
—No me asustes.
—No te asustes. No hay nada de qué asustarse. Yo solo quiero una copita de algo y sentarme a charlar contigo. Me hará mucho bien.
—Tengo Oporto blanco en la nevera.
—Genial.
Ya sentada en el sofá del salón, me explicó que el piso de Sevilla lo vendió tras la muerte de su madre. No había ya nada que le uniese a la ciudad y el dolor de habitar la casa de su infancia pudo con el sentimentalismo de guardar un espacio que ya apenas utilizaba.
•
Los meses de otoño, cuando aún quedaba reciente Cazalla, Fernando iba a menudo al piso de Carlota para merendar. Con el paso de las semanas, las tardes cortas y el carácter arisco de ella iban separándolos hasta volver a reencontrarse el verano siguiente, así hasta comenzar de nuevo la rueda.
Marisa, la madre de su amiga, era quien más tiraba de Fernando, seguro que por ver en él lo más parecido al hermano que a su hija no le pudieron dar.
Esa señora era una mujer luminosa y su reinado de luz comenzó el día en el que su marido murió, una persona que la opacaba con la sutileza de quienes son malos y lo saben disimular. Marisa le reconocía a su hermana, eterna confidente, que no se casó por amor sino por pura atracción animal hacia un hombre de metro noventa con hoyuelos en las mejillas y planta de actor de Hollywood. Ser consciente de ello facilitó el desenganche, conforme los años fueron apagando la belleza en él y sacando al egocéntrico que habitaba en su interior de eterno insatisfecho.
Su muerte, extraña y abrupta, la liberó. En menos de una semana se organizó una vida de ciencia ficción en la que ella era la protagonista.
No tardó en darse cuenta, sin embargo, que su felicidad no era contagiosa y se asustó al ver a su hija Carlota, adolescente por entonces, perdida en su laberinto de soledades. No le pedía ir a comprar ropa, ni permiso para salir los fines de semana, ni planteaba planes de excursiones. De ahí que, cuando Fernando, el hijo de los Sequera, venía por las tardes a merendar, Marisa le hacía una fiesta. No solo por la compañía que le hacía a su hija, sino porque veía en él a un niño noble, de una familia, además, de buenos contactos. Gente sana, pensaba, que le vendría bien a una niña rebelde que no quería relacionarse con el mundo.
Le preparó, incluso, una cama, que nunca llegó a utilizar.
•
—¿Recuerdas la cama que te compró mi madre?
—Sí. Apenas dormí una siesta, en alguna de esas tardes en las que tú pasabas de mí.
—Lo siento, Fer. —Se reacomodó en el sofá—. No atravesaba mi mejor época, ¿sabes? Y tú eras demasiado crío para mí.
—Lo sé.
Arrebatado, por momentos, con la felicidad tonta de saberla ahí, esa noche, en el episodio menos imaginado en mi cabeza, la oí hablar de su viaje desde Madrid sin escuchar nada. Agradecía como regalo divino su aparición, y es que mi vida era una cuesta abajo de pendiente invisible que me llevaba a un lugar oscuro de quietud en el que solo quería tenerme a mí, escuchar música de Mahler, hacerme de comer y ver series de Netflix. Muchos de quienes se ocuparon de mí tras la muerte de Noé fueron, sin yo darme cuenta, desapareciendo, desesperados con mi falta de respuesta ante todo lo que fuera algo más que respirar. Que Tota me buscase era un electroshock; ella era alguien que tenía un poder venido de otros tiempos sobre mí.
—El día que me tiró una cerámica japonesa sobre los pies decidí que se había acabado. —Se descalzó—. Mira esta uña negra —recordaba esos pies pequeños—, me la partió en dos
•
—¡Clávame los trozos en el cuello y así acabamos antes!
Ignacio, con las órbitas de los ojos a punto de saltar, la zamarreó. El chuleo al que lo sometía en los períodos en los que no se aguantaba ni ella se convertían en una pesadilla que le hacía replantearse cómo podía haber organizado su vida al lado de una persona tan inestable. Quería sacarla de su casa para siempre, le daba pánico hacerlo.
—¡No te soporto más! —gritó Ignacio.
—Así llevo yo media vida a tu lado, ¡sin soportarte!
Veinte años mayor, la frase de Carlota lo hundió en el sofá de la salita donde ella tenía organizado su castillo particular.
Con el pie sangrando, ella se acercó a buscar una escoba para recoger los destrozos, con el terror integrado de pensar qué haría cuando estuviese sin él.
•
—Nuestra relación era esquizofrénica, Fernando. Había mucho amor y mucho odio. Por parte de los dos. Él era un viejo pervertido y yo una puta desequilibrada. No he parado en todos estos años de despotricar de él, de vomitar tras comerle la… —Se detuvo, acelerada, para mirar mi cara—. Sin embargo, no había nada que me diera más seguridad que dormir agarrada a Ignacio.
Todo ese tremebundo relato no me resultaba desconocido, a pesar de estar escuchándolo por vez primera; conocía las pulsiones de ella, su intrincada mezcla de soberbia y falta de autoestima que no siempre lograban compensarse.
—No pones cara de sorpresa porque me conoces muy bien, petardo.
—¿Cómo puedes decir eso? —Los dos sabíamos que estaba en lo cierto—. Cuando me mandaste a la mierda, tú eras una cría y ahora estoy hablando con una señora.
—Hijo de tu madre —se rio.
Nos reímos.
—¿Tan mayor me ves?
—No te imaginaba así —confesé—. Cuando he pensado en ti siempre te he tenido vestida en vaqueros y con el pelo medio rapado.
—Como un niñato.
—¡Es que tú eras un niñato, Tota!
Ella dio un sorbo largo al Oporto y se sirvió otra copa. Hasta arriba. Quería, seguro, darme pie a que siguiera hablando de ese niñato que era ella para mí.
—¿Pensabas que era lesbiana?
—No es eso, y lo sabes.
—Nunca nadie me ha dicho que yo pareciera un niñato, Fer.
—Me gusta que me llames Fer.
—No te vayas por las ramas.
No tenía escapatoria.
•
Carlota almacenaba encima de su armario las muñecas que le regalaba su madre, en una suerte de guerra larvada en la que ninguna de las dos daba su brazo a torcer.
La niña, insoportable y divertida a partes iguales, no se dignaba ni siquiera a dar explicaciones. Cada noche de Reyes caía una Nancy que iba a formar parte del ejército sobre el ropero.
Si alguien empezó a bajarlas de allí fue Fernando, cuando las meriendas en su casa se hicieron tradición.
—Están llenas de polvo —le afeaba a su amiga—. ¿Y si las lavamos con champú?
Eso sí le gustaba a ella, porque implicaba gamberrismo. Así que se encerraban con la bañera hasta arriba y empezaban a tirar las muñecas hasta embadurnarlas de jabón. Algunas salían irrecuperables, a otras se les iba la cabellera en cuanto trataban de pasarle el peine y, a las que sobrevivían, las achicharraban con el secador.
Marisa, encantada con las risas de los dos, golpeaba la puerta del baño sin saber que su hija le hacía bajarse los pantalones a Fernando para llenarle de espuma el pito, que le tocaba sin pudor hasta conseguir que se le empinara entre las carcajadas de pánico de él.
•
—A mí me hubiera gustado ser lesbiana, ¿sabes?
No era la primera vez que le escuchaba un discurso parecido, a fin de cuentas, alababa su coherencia, porque sabía, sin que ella lo recordase, que iba a hablarme del asco que le dábamos los tíos.
—Los tíos me dais asco.
Le sonreí, para que siguiera con un argumentario que provocaba cortocircuitos de placer en mis neuronas más viejunas.
—Por eso querría haber sido lesbiana, no por acostarme con bolleras, sino por no sentir esa pulsión sexual hacia vosotros, que aborrezco.
—Tú eras la que me cogía el pito cuando yo era un crío, no era yo quien te tocaba.
—¿Te acuerdas de eso?
Asentí, divertido.
—Ay, Dios. Siempre he tenido esa escena escabrosa en mi cabeza y rogaba a todos los santos, en los que no creo, para que tú fueras demasiado pequeño para acordarte.
—Tanto como escabrosa…
—Esa bañera llena de pelos de muñecas y tú empalmado, si eso no es escabroso…
—Yo me lo pasaba en grande.
Tota se resituó, se sentó en la postura del indio y me miró. Yo tragué saliva.
—Tú, ¿cómo estás?
•
Fue la previsión de Noé la que provocó que Fernando recibiera la llamada de la Guardia Civil.
—¿Es usted pariente de Noé Álvarez Coello?
Las horas que siguieron fueron un territorio silencioso y negro en el futuro de Fernando. Envió un mensaje a Bosco y desconectó el teléfono.

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