
Lo prometido es deuda.
Aquí tienes los primeros capítulos de la novela
EL NIÑO DEL BESO


PABLO
DESLIZARON EL REGALO bajo mi puerta la noche en la que me incendiaron la librería.
Como siempre en mí, no había buena noticia que no se acompañara de la tragedia. El sobre, con letra de imprenta y sin remitente, lo vi junto a la entrada, cuando llevaba la tortilla de aguacate hacia el salón.
Solté sobre la encimera el plato, me limpié las manos con un trapo y fui al sofá del estudio para acomodarme. Intuía que en su interior habría algo precioso.
Los últimos meses, tras el fallecimiento de mi madre, habían supuesto tal baño de cariño que no podía esperar sino noticias buenas.
Lo que no pude imaginar era que no se tratara de una carta, sino de un viaje planificado, hasta el mínimo detalle, al templo japonés de Izumo Taisha. El corazón se me desbordó al pensar en que Yoisho, no podía ser otro, me buscase treinta años después para consolarme con esa sorpresa. En el sobre estaban los billetes de avión a Tokio, el traslado en tren-bala a Okayama, las noches de hotel en la ciudad e incluso los pasajes de autobús hasta Matsue. ¡Por quince días! Tendría el tiempo necesario para realizar la peregrinación de la que me hablaba, como quien narra un cuento de hadas, cuando hacíamos hogueras en Punta Umbría.
¿Cómo le habría tratado la vida?
Mi adolescencia era un tiempo eterno junto a Yoisho, mi despertar al sexo, un beso largo bajo el muelle del Río Tinto, en una noche de verano en la que le confesé, en un español lento, que no podía dejar de pensar en él.
Nos conocimos en el instituto La Rábida, cuando la familia Kimura se trasladó desde Japón para que el padre cerrara un negocio en Huelva. De mente abierta, tras haber cursado estudios de español en Madrid, el padre de Yoisho quiso que la familia saliese una temporada de la comodidad de Tokio para vivir la experiencia de conocer otro país, un lugar del que había quedado prendado. Su compañía, la Nippon Yusen Kaisha, había contratado el montaje de varios buques cargueros con los astilleros de mi ciudad, lo que aprovechó para que su empresa le encargase las negociaciones y el seguimiento de la producción, excusa perfecta para dar un giro al futuro predecible de largas jornadas en un edificio gigantesco frente al Palacio Imperial.
Así apareció Yoisho en mi vida.
Un chaval que se asustó con el beso de su amigo inseparable, con esa mi declaración de amor. Que se volvió huidizo, distante, áspero en su relación conmigo, tras un par de años en los que fuimos uña y carne, en los que yo ejercía un rol protector hacia el bicho raro, menudo, pálido y de ojos achinados, en una ciudad de provincias. Lo integré en casa, le enseñé tacos en español, lo introduje en mi círculo de amigos y me empapé de la cultura japonesa en charlas interminables con su padre, al que admiré hasta el mismo día en el que se despidieron de mí para siempre.
Ahora llegaba esa carta y el estómago me daba un vuelco. Tras media vida, Yoisho volvía a mí. A pedirme disculpas, en forma de regalo, por aquella declaración no correspondida, tal vez por no encontrar mejor manera de dirigirse a mí, sin enredarse en explicaciones en un español que ya habría olvidado.
Fue entonces cuando sonó el teléfono. Lara me alertaba, entre gritos, de que la librería estaba ardiendo.
●
Los bomberos habían llegado alertados por un vecino, que aguardaba satisfecho, con bata y babuchas, para aclararme que había sido él quien se había ocupado de avisar.
—Han llegado a los cinco minutos —aclaró—. Lo bueno de tener aquí al lado el Parque de Bomberos —se jactaba.
La reja, de láminas finas que dejaban ver el interior, estaba echada, pero todo el material almacenado fuera de la puerta se hallaba chamuscado, los cristales rotos y temí lo peor. Traté de traer a la cabeza el valor por el que tenía asegurado el material del negocio, sin poder precisar la cantidad de libros que escribí en el documento, seguro que muchos menos de los que había en realidad, ya que, en los últimos años, a partir de la negociación con editoriales, había conseguido meter en depósito más del triple de los ejemplares de inicio, a base de condensar espacios con estanterías que fui colocando las mañanas tranquilas en las que no tenía clubs de lectura.
Con manos temblorosas, busqué las llaves, pero el oficial de bomberos me apartó con cierta brusquedad.
—El candado está inservible, caballero. Lo máximo que puede conseguir es cortarse con un cristal.
Con una radial, rompieron la reja, remataron la rotura de cristales con una maza y abrieron la puerta, sin dejarme entrar hasta reconocer el escenario.
Fue entonces cuando llegó Lara, que me abrazó, sin decir más. Descolocado desde que apareciese el sobre bajo la puerta, me dejé acariciar, incapaz de llorar.
—Esto lo sacamos adelante, Pablo —me dijo, compungida—. Vaya racha, corazón. —Se acordaba de mi madre.
Con cierta fortuna, por la simetría del local, que dividía el espacio en dos, solo se quemó media librería, aunque la parte fundamental, todo el tinglado de la cafetería, se fue al traste.
En cuanto comencé a integrar el destrozo, ya volaban por mi cabeza las posibles soluciones, desde la llamada a los medios de comunicación más cómplices para organizar una recogida de libros, hasta la negociación con las editoriales para rebajar las cantidades en depósito. Quedaba dar parte al seguro y comenzar a hacer cuentas.
—¿Es usted el dueño del local?
—Sí.
El oficial me confirmó entonces que el incendio había sido provocado. Encontraron al menos tres cerillas en el trozo de mármol que separaba la reja de la puerta de entrada. Haber dejado un revistero en ese hueco había servido de mecha.
—Yo, en su caso, llamaría a la policía. Si no lo hace usted, lo haremos nosotros de oficio.
Con Lara agarrada a mi mano, meneé la cabeza. Sería yo quien se ocupase de denunciar el incendio.
●
No quise moverme hasta no ver a Alejandro. Despistado, en su línea, amarró la bici en la farola del café de Fidel. Dejé que entrase. Lo vi salir. Se colocó las manos como visera para comprobar si la librería estaba ya abierta y me vio. Entonces se dio cuenta del percance.
Casi lo atropellan al atravesar Escuelas Pías a la carrera.
—¡Qué coño es esto, Pablo!
Me abrazó sin abrazarme y se metió en el local. Salió con las manos en la cabeza, la cara blanca, los mofletes colorados, como un atleta que acabase de terminar los cien metros lisos. Sé que le podía la impresión. La imagen, en su dolor, no podía ser más bella. A veces, temía que notara la atracción brutal que me producía la simetría de su rostro.
—Nos hemos quedado sin trabajo, chaval.
—¡Ni de coña! —Su ingenuidad atravesaba cada poro de Alejandro—. Esto lo sacamos adelante, Pablo. ¡Esto no es nada! ¿Has visto que la parte de no ficción está intacta?
—Vaya el cabrón cómo mira por su territorio.
Se rio, sin saber qué tenía que decirse en estos casos.
—¿Ha sido un cortocircuito? —Necesitaba una respuesta clara.
—Los bomberos dicen que no. Mira —Lo acerqué a la puerta, pero ya no estaban allí las pruebas del delito—. Ahí había tres cerillas. Será cosa de niñatos. Eso nos pasa por dejar el revistero entre la reja y la puerta.
—¿Y el seguro?
—Tengo que dar parte ahora. Y a la policía. Tengo la mañana entretenida.
—¿Qué hago yo, Pablo? —Estaba a un instante de llorar—. ¿Dónde tengo que ir? ¿A quién llamo?
—¿Sabes lo que yo haría en tu lugar?
—Dime.
—Vete a tu piso de Londres. Le pides las llaves a tus papis y te largas un mes a empaparte de novedades literarias. El tiempo para que yo ponga esto en orden. Así descansas un poco de tu jefe, que te tengo frito.
—No te lo crees ni tú. Yo estoy aquí contigo hasta el final.
●
La mañana pasó entre reuniones, para las que Lara ofreció el despacho de su hotel, a pocos metros del negocio. La policía levantó acta del incidente, tras facilitarme el cierre provisional del local con cadenas de seguridad. El perito no había tardado en llegar, así como varios periodistas del área de Cultura de medios sevillanos. Todo eso provocó que no tuviera tiempo de pensar, ni en quién había podido querer hacerme daño ni en qué hacer con mi futuro inmediato, cogido con alfileres en lo económico.
—Qué cuajo tienes, Pablete —me decía Lara, ya más serena—. A mí me pasa esto y me tienen que llevar a Urgencias con un ataque de ansiedad.
—Te aseguro que no —respondí—. Cuando ves que no puedes hacer nada, empiezas a pensar en positivo.
Era una práctica habitual en mí, superviviente de episodios desgraciados en los que nunca me permití sucumbir. Propuse a Lara, a sabiendas de su ritmo frenético en el hotel, una comida en La Quinta. Ella, como no podía ser de otra forma, aceptó. Fue allí, delante de un ceviche de gambas rojas, cuando le hablé del regalo que acababa de recibir. Sorprendida, fue pragmática en sus preguntas.
—¿Cómo ha podido averiguar tu pasaporte un tipo que hace treinta años que no te ve?
A mí se me debió de cambiar la expresión, por no haberlo advertido y por el asunto en sí. De pronto, me sentía espiado desde un lejano país por una persona que ya no era sino un desconocido para mí.
—¿Tendrías tú forma de averiguar lo mismo de él si quisieras regalarle un viaje a España? —Lara seguía metiendo el dedo en la llaga.
—Para nada.
Ella supo sacarme de mis diatribas con Amélie Nothomb como anzuelo. Yo había conseguido engancharla a la novelista belga, de la que Lara disfrutaba en sus tiempos muertos al caer la tarde, cuando Andrius aún no había desconectado del trabajo y su hijo no había vuelto a casa todavía.
—La novela que estás leyendo es la del reencuentro con su novio en Japón, ¿verdad? —le pregunté, con maldad.
La Nothomb, hija del embajador belga en Tokio, había vivido hasta su adolescencia allí y volvió, ya famosa, a hacer un tour literario al país nipón. Sí, era esa la novela que Lara estaba devorando, pero no quería darme más carrete.
—No, esa la tengo aparcada. —Nos miramos, con sorna. Daba repeluco pensar en las coincidencias—. Ahora estoy con Peplum.
—¿Cómo se llamaba la novela japonesa? —insistí.
—Ni de Eva ni de Adán —susurró Lara.
—La voy a releer y me meteré en la piel de la Nothomb. A ver cómo es eso de reencontrarse con un amante japonés.
●
Me gustaba atravesar por la plaza San Marcos, aunque implicara dar un rodeo camino de la revista, un estudio mínimo donde teníamos que hacer turnos, con apenas tres sillas para los seis socios. Yo era, sin duda, el que menos tiempo pasaba allí, obligado por los horarios del negocio. Ahora, pensaba, tendría tiempo para hacerme con una cuarta silla mientras se solucionase el tema de la librería. Me daba la vida ir por aquel lugar, donde esperaba encontrar a Mateo, perenne en su rol de coordinador.
—¿Cómo está mi Espaguetini? —exclamé nada más entrar por la puerta.
—Va bene!
—¿Te veo liado con la bailarina rusa?
—Sí. Ya estoy con la maquetación. En cuanto termine, te lo paso para que corrijas la ortografía. —Me senté en su mesa y dudé si contarle lo del incendio—. Menos mal que no me has cogido cascándomela con una porno —sonrió—. Esta hora de la siesta es muy mala.
—¿No crees que deberíamos traducirla al inglés antes de publicarla, para que esa chica lo lea? —La bailarina había escapado del Bolshoi por su desacuerdo con la invasión de Ucrania y conseguimos hacer una videollamada con ella, instalada ya en Ámsterdam y contratada por una compañía de ballet holandesa. Cada vez lográbamos, a base de poca vergüenza, subir el nivel de los reportajes. El trabajo de diseño con la cubierta y el logo que había realizado Bea daba una imagen espectacular de una revista que, sin embargo, apenas subsistía con pocos suscriptores y alguna publicidad institucional.
—¿Habéis metido mucha tralla?
—¿Tralla?
—Mucho texto al margen de la entrevista…
—Nada. Una pequeña introducción para presentarla. Las fotos que nos ha enviado son maravillosas. Mira qué cuerpecito… —Yo me divertía con la calentura perenne de Mateo—. ¿A ti qué te sucede?
—¿Por qué lo dices?
—Porque has aparecido aquí en horario de librería y tienes la cara blanca.
Explicarle la terrible mañana serviría para poner orden en mi cabeza.
—Han incendiado la librería —confesé.
Mateo se movió en la silla, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Con fuego? —preguntó.
—No, Mateo, con pastel de chocolate.
—Pero ¿se ha quemado toda?
—La mitad —le expliqué—. La policía ha acordonado el sitio para investigar. A ver cuánto me paga el seguro y cuándo puedo reabrir. —Mateo, como buen napolitano, gestionaba con exageración la sorpresa.
—¿Por qué piensan que es provocado? Podría ser una chispa, ¿no?
—Han encontrado varias cerillas. —Hice el gesto de encenderlas, por si el italiano no conocía la palabra—. Entre la reja y la puerta.
—Eso puede ser la camorra, ¿sabes?
—Aquí no hay camorra, quillo. Esto no es el sur de Italia.
—Ya te expliqué que yo salí de allí por patas cuando publiqué cómo funcionaban los comercios de mi barrio. A ver si me han localizado, saben que trabajo contigo…
—¡No te des tanta importancia, Mateo! —conseguí dejarlo callado con mi grito—. Saviano solo hay uno y no eres tú. —Me arrepentí de ser tan duro—. Habrán sido unos cuantos niñatos y la gamberrada se les ha ido de las manos.
●
Ya despidiéndome de Mateo, recibí una llamada de la policía. Me proponían una reunión al día siguiente en la comisaría de la Alameda para reconstruir qué pudo haber pasado durante la madrugada para que el negocio saliese ardiendo.
Reconfortado por la llamada, me escapé calle Alfonso XII arriba, camino del río, para respirar. Pude ver que tenía demasiados mensajes sin responder, pero no quise molestarme en leerlos, para poder calmar ansiedades.
Me metí a saco en el McDonald’s y arramplé con dos hamburguesas con todos sus avíos.
Había algo que me hacía muy feliz, una sensación a psicoanalizar, y es que me iba la marcha de días como ese, una suerte de erotización con lo imprevisto que necesitaba desde hacía algún tiempo, cuando las rutinas empezaban a treparme por las piernas y me planteaba si ya mi vida sería lo que era por entonces, si las gentes con las que trataba serían las definitivas, con un miedo atroz a dar por cerrado el capítulo de las aventuras. Yo no era nadie sin atravesar carruseles de vértigo.
Como en la obra de Ítalo Calvino, en mí había dos almas, la negra y la blanca. Dos partes del mismo vizconde partido en dos por una bomba. La primera de esas almas buscaba marcha bajo las piedras; la segunda, tranquilidad en lo de siempre. El vizconde demediado negro se escondía de todos, nadie lo conocía, salvo yo, al vizconde demediado blanco, en cambio, lo quería todo el mundo. Mi parte blanca era certidumbre, que es la mayor cualidad que puede buscarse en un amigo. Yo me sabía de los dos, secuestrado por los dos, cabrones, que no se hablaban entre sí.
●
Se me hacía muy fría la casa en tardes así, por lo que tiré de agenda para buscar quien me acogiera. No dudé en pasarme por donde Leo, en cuanto se me vino su imagen a la cabeza. No lo llamé porque lo conocía, se había convertido en alguien tan juicioso que rechazaba dar un sí a la primera. Podía dejar que sonara el teléfono y devolverme la llamada a horas en las que no pudiese complicarle la vida con un plan inmediato.
Me abrió su hija.
—¡Hola, Pablo!
Le di dos besos sin decir palabra, rendido a los pies de esa joven tan dulce que, solo escuchar mi nombre pronunciado por ella, me provocaba un cosquilleo cerebral.
—Pasa…
—¿Y tus padres?
—Mamá está en el salón, papá aún no llegó.
Me tomó la mano y me dejé acompañar.
—¿Cómo van esas oposiciones? —me interesé.
—Aún no me he dado por vencida, que ya es algo.
Carmela me escuchó desde su sofá y gritó.
—¡Pablito!
Cuando entramos en el salón, ya estaba en pie, atusándose la falda para recibirme.
—Pero qué alegría es esta. Anda, ven, siéntate aquí conmigo. Que nos tienes abandonados.
Me senté mientras gesticulaba una expresión de desacuerdo.
—¿Abandonados? No sé si el petardo de tu marido te ha contado las veces que lo he llamado para tomarnos unas cervezas, y siempre tiene una excusa.
—Él te adora.
—No lo dudo.
Carmela, tras pedirle a Lolita que nos trajera algo de beber y unas aceitunas, me explicó lo raro que estaba últimamente su marido. Desde que comenzó a trabajar para el estudio Focus, había ganado en tranquilidad mental, pero se había vuelto más huraño gracias a las rutinas que le quitaban explosividad a su vida de siempre.
—Gana menos dinero, pero vive como un rey. Tiene horarios de funcionario, ¡como yo! Podemos ir a comer a diario a la calle, tiene las tardes libres, duerme como un lirón…
—Pero…
—Pero va arrastrándose por las esquinas. Ni comemos a mediodía en la calle como nos prometimos, ni aprovecha las tardes para nada. Se pasa las horas viendo series de Netflix. ¡Un muermo!
Me sorprendía, aunque no tanto, el devenir de un tipo al que la vida le había sonreído lo suficiente para ser el triunfador que no quería ser. Cuando su estudio remontó hasta cuentas de resultados inimaginables, le entró la angustia de no saber manejar semejante monstruo.
—Y el chiringuito se le vino abajo, qué te voy a contar que tú no sepas, Pablo.
—¿Dónde anda hoy?
—En el gimnasio.
—¿Tu marido en el gimnasio?
—Ya ves. Es tan cagueta que lo amedrento con la idea de que acabe como Enrique. ¡Se estaba poniendo gordo como un sollo!
—Me lo imagino en ropa de deporte y me entra la risa, Carmela.
—Pues no se te ocurra reírte, porque así va a entrar por la puerta en cuanto te escantilles.
●
Con la sensación de no haberlo visto en años, Leo apareció con la figura que hacía presentir el discurso de su mujer. Desaliñado, con kilos de más y un rostro fatigado, que cambió en cuanto me vio sentado junto a Carmela.
—¡Cabrón!
En su expresión no podía encontrarse postureo alguno; Leo era demasiado simple en sus afectos. Evitó el abrazo para no mojarme de sudor.
—Id poniéndome una cerveza, me ducho en un minuto.
Me hizo un resumen menos edulcorado que el de su mujer acerca de su nuevo trabajo, aunque el mar de fondo era el mismo, había dejado atrás una etapa dominada por el estrés, en un hombre que no estaba conformado para ejercer de líder ni llevar el peso de una empresa que, además, necesitaba de un buen gestor en lo económico.
—¡Eché tanto de menos estos últimos años a Enrique! —me confesó, ante el silencio curioso de una Carmela ávida de escuchar de su marido argumentarios que no compartían en su día a día—. A pesar de todo lo que hizo, del dinero que se llevó, lo he echado mucho en falta.
—Lo entiendo —afirmé—. Sé lo que suponía para ti.
—Bueno, chaval, ¿y tú? Te me estás haciendo mayor. —Me tocó la frente—. ¿Y estas entraditas? No vayas a perder esa pelambrera y te pase como a Sansón. —En su frase había emoción—. ¿Cómo estás?
—Bien. —Pero yo no estaba bien—. Estoy bien. Sigo con mi vida de siempre, ya me conoces. Mi librería, los polvazos en la sauna, mis escapadas por Europa, la puta revista cultural de los cojones, mis amigos…
—Tú no estás bien —sentenció—. ¿Qué te ha pasado? —Carmela se delató con un suspiro—. ¿Tocadete aún por lo de tu madre? —Negué, rotundo—. Venga, suelta, que te conozco, cabrito.
—Alguien ha incendiado la librería. —Leo no movió un músculo de la cara—. Se ha calcinado la mitad, justo la entrada, donde tenía la barra, el café, los baños… —No decía nada, esperaba que yo le contase lo que yo mismo no sabía—. Mañana voy a comisaría, porque la policía tiene claro que ha sido intencionado, había varias cerillas entre la reja y la puerta. —Su silencio me interpelaba—. Pero ya está, todo tiene solución, Leo. Nadie mejor que tú lo sabe. —Se me saltaban unas lágrimas que no quería dejar salir. Él era para mí la representación del hombre bueno, imperfecto, sensato—. No me mires así.
—¿De quién sospechas? —Meneé la cabeza—. ¿Historias de París? —preguntó, en clave, para no delatarnos frente a Carmela.
—¡No lo sé!
●
—Bueno, ponme una cervecita antes de contarme lo que me tengas que contar —propuso Vicen, conocedor ya de la tragedia en la librería.
—Cógela de la nevera. ¡Hay vasos en el congelador! —Me acerqué a mi habitación a cambiarme de ropa—. ¡Ponme otra a mí!
Como se hacía norma en los últimos tiempos, Vicen y yo nos buscábamos una o dos veces por semana, por el puro placer de hacernos compañía. Había llegado a tal punto la mutua complicidad que no nos molestaba si, al hacer sonar el timbre, nos decíamos que en ese momento estábamos liados. Porque los dos somos muy de liarnos, no solo con otros hombres, sino en todo tipo de historias, de cursos de cocina a sesiones encadenadas de series de televisión. Cada uno asumía que el otro no le hubiese invitado, ya tiempo atrás decidimos que no eran necesarias las explicaciones, el día en el que le dije que nunca me enamoraría de él, pero no podría vivir sin sus charlas, incluso sin sus caricias, porque, aunque el sexo no existiera entre nosotros, me encantaba poner la cabeza en sus muslos y que Vicen me la masajeara mientras me contaba anécdotas de los niños de su clase.
—Me he quedado muerta con lo del incendio, Pablo. —A Vicen le gustaba hablar de él en femenino—. ¿No te da miedo dejar la librería así?
—¿Así como, Vicen? —Tomé mi cerveza—. La policía la ha precintado y ha echado la reja.
—Entran ganas de echar más colillas y terminar de quemarla, eso es lo que digo. —Dio un sorbo a su vaso congelado para darme tiempo a reaccionar, pero, como siempre, yo jugaba a los silencios—. Que tú sabes, el desorden llama al desorden, lo sucio a lo sucio…
—Que la terminen de quemar entonces, así me paga el seguro el doble y me puedo escapar por fin de esta ciudad.
—¿Qué te pasa a ti ahora con Sevilla? Si no paras quieto…
—Eso es lo que me pasa, que no me pasa nada.
—Pero ¿qué quieres que te ocurra? ¿Que se te aparezca un ovni? Si no hay día en el que no tengas un plan, querido. —Me hacía gracia la feminidad en sus movimientos—. Ya quisiera mucha gente llevar la vida que tú llevas.
Me senté en mi sofá preferido, crucé las piernas y coloqué la cerveza en el posavasos, para dar así la oportunidad a Vicen de cerrar la conversación sobre el incendio.
—A decir verdad, sí que me ha ocurrido hoy algo muy fuerte.
—Sí, Pablete, no todos los días se nos achicharra el negocio.
—No me refiero a eso.
Vicen soltó la cerveza en la mesa y se sentó frente a mí.
—No me asustes, jodida.
—Hoy me han entregado un regalo maravilloso por debajo de la puerta.
—Ay, cabrona. ¿Qué te pueden regalar por debajo de la puerta? ¿Una alfombra de seda?
Le expliqué acerca del sobre, los billetes de avión, la ruta al santuario. Le recordé mi viaje a Japón con Víctor, hasta llegar a Yoisho y mi enamoramiento de juventud.
—¿El famoso japonesito lleno de alcanfor? Pues es maravilloso, Pablo. Que salga del armario treinta años después y se acuerde de ti.
—¿Famoso? ¿Te había hablado yo de Yoisho?
—Dos o tres veces, como mínimo, no me digas que no te acuerdas. Cuando hice el camino de Santiago con el mamarracho aquel, el de la muela de oro, el de las banderitas de España. —Asentí para que fuera al grano—. Tú me dijiste que querías hacer el peregrinaje de no sé qué…
—De Izumo Taisha.
—De Izumo Taisha, maricón. Eso es. Entonces me hablaste del niño este, que si se cagó vivo cuando tú lo besaste. Pobre niño, si estaría con la primera comunión recién hecha. Ah, no, que los japos no creen en esas cosas… —le dio, excitado, un trago largo a la cerveza—. ¿Y cómo ha dado contigo ese hombretón? Ay, Pablo, qué nervios.
●
El día amaneció brusco, con una llamada de la aseguradora que me sacó de un sueño profundo. Al despedir a Vicen la noche anterior, decidí, por primera vez en mucho tiempo, no programar la alarma del despertador. Quería dejarme llevar por tiempos animales, de instintos sin caminos que recorrer, pero el pitido del móvil me sacó de estrategias imposibles y recordé que tenía que pasarme por comisaría.
Nos dimos cita media hora más tarde en la puerta del local. El joven perito llegó con el contrato que no supe encontrar y me explicó lo que temía, que el continente asegurado no daba para más que dos mil euros.
—Pero ¿no va a hacer siquiera recuento de los libros quemados?
—Está precintado por la policía, señor Roca.
—Yo le aviso en cuanto me dejen entrar y hacemos un inventario de lo que se ha perdido. —El técnico no hizo sino subir los hombros—. ¿Y de la barra no me dice nada? —Nos asomamos a través del agujero que hizo el fuego en los cristales—. ¿La máquina de café? —Señalé—. Todo estaba incluido en el contrato.
—Me temo que no lo estaba. —Hizo por volver a mostrármelo, y lo rechacé con un gesto estúpido.
Sin ganas de luchar una cifra razonable, di por terminada mi cita con un apretón de manos desganado, empático en el último momento con el papel que hacía jugar la compañía a ese chaval.
—Cuando vuelva a abrirla, me paso por aquí y redactamos un contrato que le convenga más —propuso—. Soy un gran lector y me muero de pena al ver tantos libros quemados. —No distinguía cuánto había de emoción y cuánto de labor comercial.
—No sé si dos mil euros me darán para volver a abrir. —Así lo pensaba—. Será otra librería perdida para Sevilla.
—Voy a darle una vuelta al asunto, señor Roca. A ver qué podemos proponerle.
En un ataque de los míos, pensé en invitarlo a desayunar, pero lo deseché con autoreproches acerca de mi capacidad de enredo con gente desconocida.
—Espero tus noticias —le tuteé—. Estoy en tus manos.
Perdido en mi laberinto, al vizconde negro que había en mí solo le apetecía volver a casa, meterse en la cama y desaparecer. Un resquicio de sentido común me hizo cambiar la dirección de mis pasos. Con suerte, podría compartir desayuno con Lara en el hotel.
La sala de desayunos estaba vacía. La chica de cocina me animó a sentarme.
—Lara anda por aquí, Pablo. Aparecerá en cualquier momento. ¿Te pongo un café?
—Por favor.
●
—Yo no le daría más importancia, Pablo. Tómatelo como unas vacaciones.
Eso era, sin duda, lo que quería escuchar. Además, Lara estaba en lo cierto. Empeñarse en la queja no estaba en mi naturaleza, yo mismo se lo había dicho el día anterior. Las cosas habían ocurrido así, y no había más que enderezar el rumbo de nuevo. No quise contarle que me había cogido en un período en el que la cuenta bancaria la tenía a cero, porque eso implicaría que Lara tratara de proponerme alguna forma de salida. Ya jugaría yo con la tarjeta de crédito y la de El Corte Inglés para salir del paso hasta poder reabrir la librería.
—No sé qué le voy a proponer a Alejandro, pobre chaval —removí el café, ya frío—. Si algo me motiva a acelerar todo el papeleo y la reforma es no dejarlo tirado a él, que ha metido todos sus ahorros en la fianza de su piso.
—¿Quieres que lo meta aquí?
—Me da miedo perderlo, ¿sabes? —Lara se adelantó hacia mí, apoyó los codos en la mesa y su mandíbula en sus puños—. Es como un pequeño yo, sin malear. Tan vivo, tan frágil, me tiene cautivado con su belleza. ¿Conoces Muerte en Venecia? —Ella negó—. Es igual. Divago con toda esta movida.
—Es normal que estés colado por él, Pablo. Son muchas horas juntos, el niño es monísimo y un encanto de persona. No te martirices.
—Creo que no me explico. Sería incapaz de tener algo con él. ¡Le saco veinte años! No, no…, no. Simplemente, me aturde. Tiene un cuerpo precioso y no le han metido veneno en la cabeza, por eso me provoca tantas emociones, porque yo pude ser así, pero a mí me atiborraron de mierda. Ya sabes lo que me gusta una sauna, una cita, un folleteo. ¿Puedo confesarte algo?
—Claro…
—Todas esas movidas de las saunas las cuento por rabia conmigo mismo, porque, en el fondo de mí, ese sexo lo convertí hace tiempo en algo sucio, me adiestré en sentir asco por el cuerpo de un hombre cuando era un adolescente, ¡para curarme! Porque todo lo que me traía era malo. Yo he vomitado después de comerle la polla a un señor casado en un parque de Huelva. ¡Y me alegraba de vomitar, me estaba curando!
—Pablo…
—Me he vuelto un tipo incapaz de amar, Lara. Porque no sé disociar la persona del sexo. Cuando follo, todo es guarro, es malo, es sucio. Me gusta tanto como lo detesto. ¿Me has conocido tú personalmente alguna relación sana con alguien en el tiempo en el que llevamos juntos? —Ella negó con la cabeza—. Por eso veo a Alejandro y me veo a mí, a lo que yo podía haber sido. A veces, pienso si no lo contraté por puro morbo, por tener a ese atleta griego en mi terreno, por poder verlo cada día, aunque no quiera tocarlo.
—No te fustigues más.
—Tienes razón. Perdona por la tabarra.
Lara me tomó la mano.
—¿Quieres que lo contrate aquí mientras se remonta la librería?
La miré con una sonrisa, porque sabía que Lara lo decía de corazón.
—Me va muy bien, Pablito. Lo sabes. El hotel no para de darme alegrías, gracias entre otras cosas a tus consejos de cuidar la web, de colocar el cartelito en las habitaciones para que la puntúen en TripAdvisor, de ceder el salón para actos culturales… Todo eso te lo debo a ti. ¿Es bueno Alejandro en idiomas? —Asentí.
No hubiera aceptado nada para mí mismo, pero sí para ese chaval siempre dispuesto a trabajar con una sonrisa en la boca.
—Tiene un inglés perfecto, puedes ponerlo a prueba. —Lara negó con la cabeza—. Y su francés, muy académico, pero impecable.
—Pues no se diga más. Que se incorpore hoy mismo al turno de tarde.
—Déjame hablarlo con él. Su familia es de dinero y quizá decida irse un tiempo a Londres. Tiene casa allí.
—Dile que me lleve con él. ¡Nos vamos los tres!
Con emoción contenida, di un beso a Lara y me excusé.
—No te molesto más, tengo mil papeles que hacer. —Yo mismo no me lo creía, apenas tenía el compromiso de pasarme por comisaría en lo que quedaba de mañana—. Le comento a Alejandro y te digo. —Los dos sabíamos que no iba a comentarle nada—. Eres un ángel.
—Pablo.
—¿Qué?
—Gracias por haberte abierto a mí de ese modo. —Vi la emoción en sus ojos—. Siempre estaré aquí, ¿vale? Nunca me asustaré por nada. ¡Por nada! Todos tenemos nuestros fantasmas, pero hemos tenido la suerte de que nadie nos dijera lo que no podíamos ser. —Vino a darme un abrazo, apretado—. Eres una persona muy especial.
●
Caminando por Orfila, dudé entre tirar hacia casa o enfilar hacia la revista, entre lo apetecible y lo conveniente. Entre mi vizconde negro y el blanco. Tenía unas ganas locas de llamar a mi hermana Elena, pero la carga emocional que supondría informarle de que se me había quemado el negocio me dejaría en una situación de vulnerabilidad que ella sabría aprovechar para convencerme de tomar las maletas e irme un tiempo a Bruselas, para mecerme al calorcito de los cuidados de quien no iba a juzgarme, ni presionarme, sino prepararme desayunos abundantes por las mañanas y compartir lecturas conmigo al salir del trabajo. Había días en los que echaba terriblemente de menos no tenerla más cerca, aunque mi mente cartesiana me hacía ver que hubiese sido menos valiente de haber tenido el ala protectora de mi hermana mayor cerca de mí.
En la oficina estaba Bea, con su falda rosa, los pendientes imposibles y las rastas de siempre.
—¿Cómo está mi mosqueona?
Ella dio un salto del susto, con un croissant a medio comer en la boca.
—¡Pablo!
Por la cara de sorpresa al explicárselo, supe que Mateo no le había contado nada acerca del incendio. El tiempo confirmaba que el italiano era un tipo reservado, bajo esa capa de extroversión que deformaba su verdadero yo.
—¿Y el Espaguetini? —pregunté.
—Ha salido a desayunar y, de paso, se acercará por el Teatro Alameda para entrevistar a la responsable de sala y que le cuente curiosidades del último festival del títere.
—Esas son las cosas que quiere leer la gente, no atiborrarlos de calendarios de actividades.
—¿Eso es un reproche? —reaccionó Bea.
—¡Ya saltó la gata! —reí—. No te lleves todo al terreno personal. Tú eres una máquina entrevistando a artesanos, flamencos, poetas y lo que se te ponga por delante. Podrías ser incluso tú la que fuera al Alameda a entrevistar a esa mujer.
Bea, ya sentada en la mesa, bajó la cabeza al escuchar mis palabras.
—¿Y qué vas a hacer con la librería? No te irás a rendir, ¿no?
Negué con la cabeza. No, yo no era de los que supiesen conjugar en primera persona la palabra rendirse. Sabía bien que saldría de esa, aunque nadie intuyese que podría tener apenas dinero para el próximo mes. Siempre tenía la opción en la retaguardia de vender la casa que heredé de Víctor. Era un colchón emocional que me permitía arriesgar, a pesar de que no se me pasara por la cabeza deshacerme de ese trozo de vida que me unía a él, en aquellos tiempos en los que todo mi mundo era Víctor y no pensaba que las cosas pudiesen acabar tan mal. Tuvo la generosidad de arreglar todos los papeles para dejarme bien instalado en Sevilla, a su niño, quizá previendo que su futuro se iba a complicar, como así fue.
—No, Bea. No me pienso rendir. Espero reabrir en un mes. —Ella aplaudió, en un gesto exagerado de los suyos—. Así que os daré la tabarra más de la cuenta en los próximos días. Se me pasan mil ideas por la cabeza para darle un empujón a la revista.
—De ti necesitamos ingresos, Pablo. —No me hizo gracia esta afirmación—. De lo demás nos ocupamos nosotros.
—Yo valgo para mucho más que para reunirme con publicitarios, Bea.
—No he querido decir eso.
—No sé lo que has querido decir, pero esta revista nació conmigo, el logo lo diseñé yo y saqué cinco números plagados de artículos y entrevistas sin ayuda alguna.
—Perdóname, hija.
—¿Hija? —Me miró con cara de no entender—. ¿A mí me hablas en femenino?
—Ay, Dios, Pablo. Ahora va a resultar que eres un maricón homófobo.
Me encendí.
—A ti no te he dado la confianza para que me llames así, entre otras cosas porque nadie se dirige a mí en femenino.
—¿Qué eres, plumófobo o qué? Yo tengo amigos que…
—¡Me da igual los amigos que tengas!
—Creo que se te está yendo la olla, Pablo.
●
Algo me hizo acelerar al llegar a casa. Un movimiento extraño de un tipo que retorció el cuerpo me alertó, por lo que di una carrera hasta la verja, a la que encontré los cristales rotos. No quise analizar más y salí a la búsqueda de ese chaval, del que apenas retuve unas deportivas verdes. Tenía a mi favor conocer cada milímetro de esas calles retorcidas. Me asomé a la Plaza de Zurbarán y enfilé por Misericordia. Aposté por que el hombre tirase por Jerónimo Hernández para hacerse invisible entre el gentío de la calle Regina. No supondría, además, que estaba siendo perseguido. Asomaba la cabeza en cada local, cada cafetería, en abacerías y colmados, siempre mirando al suelo a la caza de unos zapatos verdes, que conseguí ver a lo lejos, allá por San Juan de la Palma. Entonces sí me lancé como un gato en busca de su presa. Un tropezón con una silla metálica me delató y, alertado, el tipo empezó a correr como si lo llevase el diablo. Se había quitado el jersey y lucía un tatuaje redondo en el codo derecho, pista valiosísima al comprobar que no podía acortar la distancia con él. Corrimos hasta Castellar, donde le perdí la pista, exhausto. Me asomé, sin resuello, a Espíritu Santo, me metí en la calle Laurel, en Churruca, pero ya no había nada que hacer.
Los destrozos no habían tenido más importancia que el interés en hacer daño. Asustado, tomé el móvil y llamé a Andrés. No lo hice cuando el incendio porque no quería que pensase en una estrategia de acercamiento, tras tantos meses sin vernos. Me cansaba la incapacidad de ese chico majísimo para salir del armario, de hecho, veía reflejado en el policía lo que habría sido de mí de haber permanecido en Huelva pegado a las faldas de mi madre.
—Andrés, quiero contarte algo.
●
En cuanto le abrí la puerta y nos fundimos en el obligado abrazo, le di la oportunidad de hablarme de él. En las escasas ocasiones en las que requiero un favor de alguien a quien estimo, trato de no parecer demasiado interesado, cuestión de puro sentido común, así que, ya sentados, dejé que me contase de sus rutinas, el gimnasio y los planes siempre pospuestos de escapar del nido familiar.
—Nunca me cuentas nada de atracos y asesinatos —bromeé—, con lo interesante que tiene que ser tu vida fuera del gimnasio. —Sus rasgos se habían hecho más marcados desde la última vez que lo vi y, por cuatro movimientos faciales, supe que seguía enganchado de mí—. ¿Te has operado la mandíbula?
Él se la tocó de inmediato, cogido a traición.
—¡Te has operado la mandíbula!
Colorado como un tomate, ya no tenía escapatoria.
—Ha sido un poco de ácido hialurónico, Pablo. ¡No seas cruel!
—Pero si estás para comerte, con ácido o sin ácido.
—Pues ya no me quieres comer.
Me dejé caer en mi propia trampa y caí con gusto. Tenía tan clara mi atracción física hacia ese joven policía nacional como que no quería establecer vínculos emocionales con él, más allá de sexo y cervezas. Antes de darme cuenta, ya me había desabotonado la camisa y, en menos tiempo aún, ya sentía su lengua apestando a tabaco dentro de mi boca.
—¿Cuándo vas a dejar de fumar? —protesté—. Parece que me estuvieran metiendo un cenicero hasta la garganta.
—¿No prefieres que te meta otra cosa hasta la garganta? —Me embrutecía cuando me hablaba así.
Me dejé hacer, sin frenarlo ni decirle, al ritmo que él quiso ir. Debía dejar de disfrutar de su cuerpo con la mirada para contener la excitación, siempre fui más voyeur que protagonista. Apagué la luz con el mando para evitar tener que esconder la barriga. Andrés me revoleaba y yo me dejaba revolear.
—Querías contarme algo —afirmó, desnudo y mojado, sobre mí—. ¿Verdad?
—Sí.
No le hablé de Japón hasta que no hube detallado las conversaciones con la policía respecto al incendio. Por su cara vi que encontraba en la historia una forma de hacerse importante para mí, quizá recordando nuestros mejores momentos, coincidentes también con una investigación de la que le hice partícipe. Él se sabía fuerte siendo necesario y sus ojillos lo delataban.
—La misma mañana del incendio ocurrió algo muy fuerte. —Me incorporé—. Recibí un regalo por debajo de la puerta.

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