
Lo prometido es deuda.
Mis diez textos digitales más apreciados





Uno de vosotras
A mí me educaron en un machismo sin maldad, en el que sin darnos cuenta acababan siendo mis hermanas quienes cuidaban de la casa, de mí, de mi hermano, de mi padre y del día a día. Y ese dolor les queda. Cuando mi hermana Mónica bebe más de dos cervezas hace el gesto de darme con la fregona en la cabeza. Debía haberme dado.
Aún tengo clavadas las imágenes de mi no muy lejano viaje a Irán. Hamid me decía: 'no las toques nunca'.
Como objetos de porcelana. Yo obedecía y no les ofrecía la mano al saludarlas. Qué horror. El velo siempre, un paso detrás del hombre, la mirada perdida. Era una situación extrema que me ayudó a abrir aún más los ojos sobre la situación universal de la mujer.
Por fin se han revoleado para decir 'aquí estamos' y uno se pregunta por qué han tardado tanto en explotar.
Es jodido pensar en tantos siglos de historia repletos de nombres de hombres, brillantes, eruditos, rompedores... pero siempre hombres.
Mi mundo está lleno de mujeres más preparadas que yo, mucho más valientes que yo, capaces de bregar con todo... y con los demás. A mí, a veces, ya me produce pereza bregar conmigo mismo.
Les exigimos ser madres, estar guapas, ser fieles, dar buena imagen, estar siempre ahí, demostrar que valen; porque a los hombres se nos da por supuesta la calidad.
Os admiro, os quiero, soy uno de vosotras.
Mónica
Los primogénitos cargan con una paternidad no elegida.
Yo, que soy el tercero de cuatro hermanos, siempre he tenido a mi hermana Mónica como un escudo protector.
Más aun cuando las circunstancias, horribles, hicieron que quedáramos pronto huérfanos de madre.
Sus lentejas estaban malísimas, nos reñía con exceso, pero estaba ahí. Mónica “solucionalo-todo”.
Ellos ven crecer a los hermanitos y se cargan con una responsabilidad que no les corresponde. Quieren hacer como que no, pero se les nota en el tono cuando te llaman por una simple gripe.
—¿Qué te estás tomando?
Tú le dices que estás bien, lo que no quita que te llame a diario para comprobar que todo vuelve a la estabilidad.
Hay días en que pienso que todo se puede complicar y, no sé por qué, aparece la imagen de mi hermana Mónica para tranquilizarme.
Bárbara
Hay amistades irrenunciables que se desvanecen de muerte natural.
Relaciones que vienen tan de lejos que la pulsión es familiar, personas que entraron en tu vida cuando no había en tu aproximación a la gente ningún interés que no fuera el puro instinto. Tiempos en que no imaginabas, ni por asomo, que algún día construyesen su mundo lejos del tuyo.
No sé si admirar a aquéllos que mantienen su círculo de amigos intacto desde la época de la EGB. Confieso que sería ideal, tanto como artificial, en mi caso, el haberlo conseguido. Y es que en la vida nos desparraman de cualquier manera para que nos agarremos al compañero de pupitre como alma gemela. No hay grandes elecciones, más bien el azar es quien nos une.
Hace falta cambiar varias veces de piel para medio imaginar lo que uno quiere y para cuando uno cree empezar a saberlo ya tu inseparable compañero de entonces ha cambiado otras tantas la suya.
En todo caso hay días tontos en que un simple olor, una risa floja, un paseo por una calle te hacen recordar a esa persona. Momentos en que te planteas, con cierto remordimiento, qué nos separó, por qué no luché más por ella, qué hicimos mal.
No hace falta más que un poco de análisis frío para comprender, y admitir, que no se pueden forzar las cosas, por mucho que sepas que a esa persona siempre la querrás, que se te caerá el alma el día en que le pase algo, que te alegrarás de corazón cada vez que se cruce en tu camino.
No hay que alimentar culpas, sino disfrutar recuerdos.
Mancha
Cuando se perdona, se perdona.
No sirve de nada un perdón de boquilla, como no sirve tampoco colgar en el ropero una camisa con una mancha que ya resulta imposible de eliminar. Porque no vas a volver a vestirte con ella y no va a hacer sino incordiar en tu armario cada vez que te la encuentres.
Eso sí, tenías que haber introducido detergente en la lavadora si realmente quisiste limpiarla en su momento.
El perdón, como la limpieza, exige disciplina.
Al decidir pasar página hay que hacerlo de verdad, con el esfuerzo que requiere asumir que en el futuro no vas a tirar del repertorio de traiciones sufridas para defenderte.
Es un acto de grandeza si se hace con el corazón. Es un ejercicio que, sin implicar olvido, es más sano para el que lo ejecuta que para el supuesto beneficiado.
Perdonar no implica que todo vuelva a ser igual, sino taponar, desinfectar y coser una herida para poder reposicionarse con aquella persona que te hizo daño, aunque el tratado de paz implique, a menudo, alejar rutinas y espaciar encuentros.
Al exculpar a alguien que nos importa, estamos en realidad indultándonos a nosotros mismos, porque hacerlo implica mirar muy dentro y ver que también fuimos puñeteros, rencorosos, impertinentes y traicioneros.
Excusas con toda tu generosidad al otro porque conoces tus propias fragilidades, las veces que fallaste a tu palabra o tantas ocasiones en que miraste sólo por ti.
Yo, por el puro egoísmo de tratar de sentirme bien, intento perdonarlo todo, de corazón.
Salvo la maldad.
A esa mancha no le echo detergente.
No tocar
Mi familia es un amor, pero es seca.
Cuando hace diecisiete años empecé mi relación con Fran, cada visita a casa de sus padres era un festival de besos. Recuerdo una semana en la que estuvieron en mi apartamento cuando yo aún vivía en París. Yo me acostaba antes para madrugar al día siguiente y a través del muro de la pared escuchaba los achuchones.
'La familia Besos', la bauticé.
En mi casa, desde pequeños, de siempre habíamos criticado muchas películas americanas por ser 'pasteles'.
—Todo el día diciéndose 'te quieros' -decían mis hermanos, con cara de hartazgo.
Fran comenzó a llamarnos 'La Familia No Tocar', porque nos veía ariscos en el trato. Era cierto.
Ahora mi sobrino Iván, antes de irse cada noche a dormir, con diecisiete años, les dice un 'te quiero' a su madre y a su tía. Mónica me lo contaba con cara de sorpresa. Las imagino a las dos, viendo la tele en el sofá, con cara de espanto. Les ha salido un niño pastel.
Fran me ha enseñado a decir 'te quiero' con asiduidad. Porque lo quiero con toda mi alma.
Nos demostramos el amor cada día, en detalles puntuales, en la escucha sincera, en preocuparnos por que el otro se encuentre bien y se divierta.
Pero nunca sobra el verbalizarlo.
Como decía Benedetti, 'en el amor no hay posturas ridículas, ni cursis, ni obscenas. En el no amor todo es ridículo y cursi y obsceno'.
Eso sí, cuando de higos a brevas uno de mis hermanos me dice que me quiere, en un arrebato de cariño, yo subo a la estratosfera.
Bucear
La fuerza para enamorar está en saber vivir en soledad.
Del mismo modo que no conviene ir al supermercado con hambre, cuando quieres encauzar una historia de amor tienes que saber vivir sin esa persona incluso estando con ella.
No es ya cuestión de estrategias, sino de realidades.
No se ama menos por mantener bien cuidado el jardín de tus soledades, que sólo a ti pertenece. No se es menos generoso por disfrutar de ti tanto como del otro.
Compartir una vida es complicado y no debemos, ni podemos, entregarlo todo.
Cuando uno bucea en busca de sus piedras en el fondo del mar y las ordena, sale a la superficie con una bocanada de ganas de respirar y dar un beso.
Amar es respetar los mundos sellados del otro, es saber apagar la luz a tiempo.
No se quiere mejor por dar más besos, sino por dar los besos cuando estos llegan.
Especial
Querer ser especial no es mala cosa.
La vida luego te va poniendo en tu sitio. Poco importa.
Buscar la diferencia propia es sano, creerte en cierta forma único, explotar esa parte de ti que sabes atractiva
Todos la tenemos.
Mirar alrededor para confirmarte que eres uno más es tan cierto como desalentador. Hay que tirar de amor propio para comprobar cuánto de ti hay que te distingue. Sentir que la gente te mira de otra forma, que te prestan una atención particular, que aportas un punto de distinción, o de alegría, o de seguridad.
Es muy terapéutico buscarse los puntos fuertes. Potenciarlos.
Indagar qué es aquello que hay en nosotros que ilumina y pulsar ese interruptor.
No todo es belleza, ni inteligencia, ni una labia brutal.
Yo busco y refuerzo lo que sé que hay de bueno en mí, por puro egoísmo, porque me gusta tanto sentirme bien como hacerme querer. Uno es más feliz creyéndose especial.
Qué más da si me miento un poco.
Hay quien sólo ve arrugas en su espejo.
Bailecito
De mi padre no escribo porque me duele horrores.
Como si no hubiera existido para nadie, porque lo tengo encerrado en mi pecho hasta que pueda un día respirarlo con la naturalidad de un hijo que no pudo quererlo más.
Queda para siempre enquistada en mí su enfermedad final, esa mirada líquida en que me dijo, sin palabras, aquí se acaba todo.
En nuestra última visita al hospital, caminando despacito por culpa de sus pulmones encharcados, llegamos al sitio donde debían inyectarle una jeringa para sacarle ese líquido que no le dejaba respirar.
Presumido él, como presumidos somos sus hijos, tuvo que quitarse a regañadientes, y sin permitir ayuda, la camisa, para que le clavaran una aguja enorme en la espalda.
—Esto no va a durar mucho, pero no se puede mover —dijo la enfermera—. Agárrese a su hijo.
Él, digno, de pie, se abrazó a mí. Yo lo sostuve en mis brazos, pecho con pecho. Notaba su débil esqueleto, y empaticé con el dolor del pinchazo a través de su cuerpo tembloroso. Casi que adivinaba ese líquido salir de su cuerpo y abrir sus pulmones. Yo cuidaba de él. Del hombre que había construido el hombre que era yo. Él no podía con sus piernas y yo lo sostenía en mis brazos. Se me balanceaba para un lado y para el otro, incapaz de mantenerse en pie. Yo, tenso, mantenía el equilibrio de los dos. Fueron unos minutos inolvidables. Yo agarraba un saco de huesos que contenía todo lo que yo admiraba y admiraré.
La enfermera dio la intervención por terminada.
Mi padre se soltó de mis brazos y me dijo, con su sonrisa de siempre:
—Vaya bailecito que nos hemos pegado.
Amor
Lo que da sentido a la vida es el amor.
No hay más.
Porque detrás de cada gesto bondadoso, de cada pequeño crecimiento personal, de cada momento de ilusión, de cada risa está el amor.
Así de cursi y así de grande.
Tardar en entenderlo es malgastar la propia existencia. Creer que estamos aquí para otra cosa es torpe.
No. No hemos venido para trabajar mucho, para ganar dinero, para tener ese coche, para deslumbrar con nuestra conversación, para colgarnos medallas. Todo eso no son sino fuegos artificiales, la única llama que dura es la de querer de verdad, la de ponerte en lugar del otro, la de observar la vida con el corazón.
La de amar y amarte.
Para ello puede que sea necesario trabajar mucho o ganar dinero, porque el amor llama a nuestra puerta de muchas maneras, nos exige sacrificios, nos pone a prueba, se muestra de mil maneras.
Cuando uno llega al final de sus días, salvo que sea un borrico, no pensará en cómo está su cuenta bancaria, sino en todo el amor que ha recibido y en todas las personas que ha amado de verdad.
Agradecido
Son tantas las ocasiones que tenemos en el día a día de hacer un poco la vida más agradable a los demás, que no se entiende el despropósito de los malos gestos y la falta de modales con que nos enfrentamos a diario en cualquier cruce de calles de nuestras ciudades.
El esfuerzo de agradecer, ofrecer una sonrisa o decir unos buenos días no tiene precio. Sin embargo, en esta sociedad tan avanzada en la que vivimos parece que no está en los principios educativos mostrar esa elegancia vital.
A mí me alegra el corazón que me haga un gesto de agradecimiento, simple, alguien que atraviesa por un paso de cebra tras frenar yo el coche. Sí, está en su derecho y es mi obligación parar, pero no está de más un leve movimiento de mano para decirme, lo aprecio.
Dar las gracias cuando alguien se levanta para dejarte pasar al ir a ocupar tu asiento en el cine, cuando te entregan el pan en la tienda, al apartarse en la acera cuando vas cargado, cuando algún compañero de trabajo te echa un cable…
No me resulta soportable la gente, amigos cercanos incluso, que gritan al camarero pidiendo una cerveza o unas tostadas, sin mirarle a la cara ni decirle gracias al ser servidos.
En la vida hay tres, cuatro, no más de cinco decisiones transcendentes que marcan nuestros destinos. En esas ocasiones hay que saber actuar con nobleza a sabiendas de que podemos dar pasos equivocados.
Pero en las pequeñas decisiones, en los gestos sencillos, invisibles a casi todo el mundo salvo a quien tienes enfrente, no hay que dudarlo. Un guiño puede ser suficiente. Una sonrisa es de notable. Una palabra afectuosa, de sobresaliente.
